Por Carlos Enrique Castro Medina
“Tenemos una misión que cumplir, facultades que ejercer y algo que hacer en este mundo”
Santa María Eugenia de Jesús
México, tierra de profundas raíces cristianas, ha sido herido en lo más hondo por la violencia. No hay rincón del país que no haya sido tocado, directa o indirectamente, por la inseguridad, la impunidad o la corrupción. Escuchamos a diario noticias de homicidios, desapariciones, extorsiones, desplazamientos forzados y estas realidades no son solo cifras, sino rostros concretos: familias que lloran, comunidades fracturadas, jóvenes sin futuro.
La violencia no solo se manifiesta en lo físico, sino también en la desconfianza que crece entre vecinas y vecinos, en la desesperanza que se instala en los corazones, en el miedo que paraliza y nos hace creer que no hay salida. En medio de esta oscuridad, muchas juventudes sienten que la vida no tiene sentido, que no vale la pena luchar, que la maldad siempre gana.
Como Iglesia, no podemos cerrar los ojos ante esta realidad. Somos testigos de una realidad que clama justicia y que necesita urgentemente la luz del Resucitado. La Pascua, celebrada año con año, no puede quedarse en un ritual vacío: debe ser una vivencia profunda que nos impulsa a mirar la vida con esperanza, y a transformar la realidad con el poder del amor.
El Evangelio según San Juan nos narra que María Magdalena fue al sepulcro muy de madrugada, mientras todavía estaba oscuro. Esa oscuridad no es solo literal: es símbolo del dolor, la confusión, el aparente fracaso del amor crucificado. María, como muchos de nosotros, busca respuestas entre los signos de la muerte. Pero el sepulcro está vacío.
Pedro y el otro discípulo corren al lugar. El discípulo amado llega primero, pero no entra. Pedro, en cambio, entra y ve los lienzos. Finalmente, el discípulo entra, “vio y creyó” (Jn 20, 8).
Este pequeño gesto es el inicio de una nueva historia. El corazón del discípulo, ante el signo del sepulcro vacío, se abre a la fe. Cree que la muerte no tiene la última palabra, que Cristo vive, que el amor triunfa. Esa fe lo transforma desde dentro.
Hoy también estamos llamados a ver y creer. A mirar nuestra realidad dolida y atrevernos a creer que Dios no ha abandonado a su pueblo. Que la Pascua es una promesa cumplida: Cristo ha resucitado, y con Él, nosotros podemos resucitar del miedo, del odio, de la desesperanza.
La resurrección no es solo un evento del pasado. Es una presencia viva que nos impulsa a actuar. Como dice el Papa Francisco: “Cristo vive. Él está en ti, Él está contigo y nunca se va” (Christus Vivit, 2).
Ante este contexto, el Instituto Asunción de México cada año organiza y prepara las misiones de Semana Santa, las cuales he tenido la bendición de acompañar desde mi llegada al Colegio.
Hace un año tuve la gran oportunidad de ir de misiones a la comunidad de Ejido del Rincón “San Agustín, ubicada en el municipio de Tecoac, Estado de México. Aunque ya había participado de algunas experiencias, en esa ocasión llegué con miedo, sin saber qué decir ni qué hacer. Lo único que llevaba era mi deseo de servir y un corazón dispuesto.
Durante esos días conviví con personas que, a pesar de la pobreza y del olvido institucional, tenían una fe viva. Compartí la Palabra, organicé y participé en las celebraciones, jugué con los niños, acompañé a enfermos. Pero más allá de lo que pueda decir, descubrí algo inesperado: la Pascua no era un recuerdo, sino una experiencia viva.
En medio de la sencillez, me encontré con el Cristo resucitado: en la sonrisa de una anciana que pedía oración, en el niño que preguntaba si Jesús también jugaba, en la comunidad que preparaba con amor el altar para el sábado de Gloria. Volví a casa transformado, con un corazón nuevo. Hoy, no solo voy a misiones, sino que procuro que mi vida cotidiana sea un reflejo del amor pascual al vivir mi fe con alegría.
Mi invitación es que podamos vivir la Pascua como un estilo de vida. No se trata solo de una semana al año, sino de una manera de estar en el mundo: con esperanza, con ternura, con compromiso.
Una Pascua que transforma el corazón y el país. En medio de la violencia, la Pascua nos recuerda que la vida es más fuerte que la muerte, que el amor puede vencer al odio. Pero esta transformación comienza en el corazón. No podemos cambiar México de la noche a la mañana, pero sí podemos cambiar la manera en que vivimos: más compasivos, más justos, más solidarios.
Ver la realidad, iluminarla con la fe, y actuar con amor: ese es el camino pascual. ¡Cristo vive! y porque Él vive, nosotros podemos amar sin miedo, servir sin condiciones, luchar sin descanso.
La Resurrección no es un final feliz: es un comienzo poderoso. ¡Vivámosla cada día!