El 20 de abril de 2025, en lo que sería su última homilía pascual, el Papa Francisco dejó un mensaje tan luminoso como profundo. Solo un día antes de su fallecimiento, compartió con el mundo una reflexión que ahora resuena con aún más fuerza: Cristo vive, y llama a cada uno por su nombre.
No fue un discurso solemne, fue una despedida cargada de vida. Un testamento de fe que, más que cerrar una etapa, abre el corazón a la esperanza.
María, la primera en ver la luz
El Papa comenzó su homilía con una escena sencilla y potente: María Magdalena llorando frente al sepulcro vacío. No hay grandes milagros en ese momento, solo una mujer herida que busca… hasta que escucha su nombre.
Francisco nos recuerda que así actúa Jesús. No con fórmulas ni con fuerza, sino con cercanía. Nos llama. Nos conoce. Nos encuentra incluso cuando no lo reconocemos.
Un mundo herido, una voz que consuela
En medio de un mundo marcado por guerras, injusticias y corazones cansados, el mensaje del Papa fue claro: la Pascua no es una fecha, es un paso. El paso de Dios por nuestra historia, por nuestras heridas, por nuestras búsquedas más íntimas.
No estamos solos. Aunque parezca que todo está oscuro, aunque creamos que todo ha terminado, Jesús sigue llamándonos por nuestro nombre. Esta fue la fe que sostuvo a Francisco hasta el final: una fe encarnada, viva, profundamente humana.
Una fe que toca la vida
Ahora, con el corazón encogido por su partida, sus palabras adquieren un brillo nuevo. Esta homilía no solo fue un mensaje de Pascua: fue una despedida llena de vida, un legado de confianza para los que seguimos caminando.
Si alguna vez has pensado que la fe es solo para los “muy religiosos”, esta homilía te hará mirar con otros ojos. Francisco nos habla como un amigo sabio que conoce el dolor, pero también la luz que puede surgir de él.
Este mensaje no impone, invita. No juzga, abraza. Y, en su sencillez, rompe barreras generacionales: no importa si tienes 20 o 60 años, si estás dentro o fuera. Si buscas sentido, este mensaje es para ti.
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