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Renovar nuestra vocación a la santidad

R eventSábado, 22 Febrero 2025

La apertura de Notre Dame ha significado mucho para los laicos y hermanas que formamos la Asunción. Me ha sobrecogido el seguimiento que unos y otros han hecho de las diferentes celebraciones que han tenido lugar durante esta semana.

La vinculación de Madre María Eugenia con Notre Dame es profunda y marca su camino de santidad. Una santidad que ha sido recocida por la Iglesia universal en su canonización y ahora por la Iglesia de París que ha querido su reliquia en la consagración del altar mayor. La presencia de reliquias de santos y/o mártires en la consagración de los altares de las iglesias se remonta al origen del cristianismo y posee un hondo significado teológico. Establecen el vínculo entre el sacrificio eucarístico, memorial de la alianza inaugurada en la entrega de Cristo en la cruz, que se sigue haciendo vida en la historia de la comunidad de creyentes que formamos la iglesia, cuyos santos representan “la nube de testigos” (Hebreos 12,1) de quienes lo han hecho posible.

Los medios de comunicación social nos permitieron ver las llamas que devoraban a gran velocidad el techo de la catedral de París. Nuestro corazón se encogió cuando vimos derrumbarse la aguja y el amasijo de hierro fundido en las entrañas de la nave que un día acogió en su seno a una joven que describe sus pensamientos como un “mar agitado” que le fatiga y le pesa [Notas íntimas 151.01 - 1835]. Quién podría imaginar que la Gracia que la esperaba en Notre Dame conduciría a esta joven de apenas 19 años a la fe y por una larga vida de entrega al Dios del Reino y al Reino de Dios, a la santidad.

Responder a la común llamada a la santidad en la Iglesia, en seguimiento de Cristo, al servicio de la transformación social, exige tiempo y múltiples conversiones, es un proceso más largo que la magnífica restauración realizada en Notre Dame. Quién iba a decir que apenas cinco años después del incendio una nueva aguja volvería a elevar la cruz en el cielo de París, la piedra luciría tan blanca y los cuadros-vidrieras mostrarían todo su color para sumergir al visitante, junto a la armonía del órgano, en la via pulchritudinis hacia el misterio de Dios.

Todo ello invadía mi interior mientras esperaba ayer el comienzo de la celebración sumergida en tanta belleza. Con el fin de estar sentadas próximas al altar, nuestra comunidad madrugó mucho y tuvimos un gran tiempo de espera. Sabíamos que serían numerosas las personas que se acercarían a vivir esta experiencia. Es lo mismo que le sucedió a Madre María Eugenia en la cuaresma de 1836, acudía en cada conferencia tiempo antes para coger sitio. Como nosotras ayer, la Gracia transformó las largas horas de espera sentada en la nave central de Notre Dame en kairos, tiempo de un encuentro con Dios que le condujo a la salvación. En aquella cuaresma, la gente se acerba no tanto para admirar la belleza de esta gran obra arquitectónica, sino para escuchar a Henri Lacordaire (1802-1861), el “servidor de la palabra” como le gustaba definirse. El que restauró la orden de santo Domingo en Francia en las conferencias cuaresmales a las que asistió madre María Eugenia verbalizó las cuestiones de sus contemporáneas y les fue dando respuesta desde la Verdad de la Fe reveladas en Cristo.

Las conferencias cuaresmales del año 1836 en Notre Dame, a las que asistió Madre María Eugenia, fueron un auténtico diálogo fe-razón en el atrio de los gentiles. Al rigor teológico con el que este predicador pretendía iluminar las inteligencias, no le faltó el entusiasmo y el ardor pasional con el que trataba de encender los corazones. Lacordaire fue mostrando las verdades cristianas en diálogo con la razón científica que se iba abriendo camino en este siglo XIX, y con los interrogantes de sentido que surgen del hondón del corazón humano. Invitó al auditorio a penetrar en el designio del amor creador y redentor de Dios, para que el agradecimiento amoroso los sacase de la duda, y los condujese a la experiencia del amor de Dios. Él sabía, que solo este amor puede suscitar la fe y la Verdad más plena en el corazón de sus oyentes. Como afirma el papa Francisco, “sólo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad” (Evangelli Gaudium, 8).

Así sucedió en el corazón de Ana Eugenia, provocando una experiencia espiritual de la que no podrá nunca dudar, y a la que regresará en los momentos de incertidumbre. Ana Eugenia no puede dudar de que lo acaecido en Notre Dame, fue una comunicación de ese Dios que le fascinó en su primera comunión siendo niña.

Esta experiencia espiritual fundamentará e irá reorientando su vida, desde un horizonte nuevo de sentido, que progresivamente, fue haciéndose claro a su inteligencia. Esta experiencia, que podemos llamar de conversión, despierta su conciencia religiosa al descubrirse abierta a una realidad más allá de sí misma, con la que comienza a establecer una relación que la irá cambiando, al descubrir su nuevo ser en Dios y para Dios. Desde ella, irá poco a poco, ordenando su mundo interior, y articulando los elementos de su opción fundamental. No tardó en surgir en ella el deseo de vida religiosa, sin apenas saber lo que significa tal vocación.

En esta experiencia fundacional acaecida en Notre Dame, podemos descubrir diferentes rasgos de la espiritualidad de la Asunción: 1. La fe y el amor a la verdad, identificada con Cristo. 2. El amor a la Iglesia, considerada como depositaria de esta Verdad. 3. El pensamiento de celo que inspira la filosofía que orienta y la pasión que anima nuestra vida y misión: Amar y hacer amar a Cristo, conocerle y darle a conocer por medio de la cristianización de las inteligencias.

Aunque esta experiencia marca un antes y un después en su vida, en Notre Dame, tan sólo se abre un camino, le costará mucho vencerse a sí misma, dejarse moldear por el Dios que emerge desde su interior, para entregarse plenamente a la misión que le encomienda. La historia ha sido la que ha verificado, finalmente, que este fuerte impulso fue divino y no un simple ímpetu del recién convertido.

Los que hoy formamos este templo de piedras vivas que es la Asunción, nos toca continuar esta construcción. Que lo celebrado estos días nos recuerde nuestra consagración bautismal y nos impulse a responder con generosidad a la llamada de santidad en seguimiento de Cristo, en Iglesia, al servicio del Reino en la Asunción. Hermanas y laicos somos herederos de esta espiritualidad tan vinculada a Notre Dame, que esta reconstrucción y reapertura inspire el tiempo de refundación que vivimos.

Mercedes Méndez, RA

Responsable de comunicación