Al convocar a toda la Iglesia a vivir el Año Santo de la Esperanza, el Papa Francisco desea que cada persona experimente la esperanza que brota de la gracia de Dios, que supera todo entendimiento, y que la “descubra en los signos de los tiempos que el Señor ofrece”.
Esta invitación del Papa engancha muy bien con la misión de la Vida Religiosa Consagrada: ser un signo visible de esperanza para el mundo. Es precisamente en este mundo, marcado por desafíos e incertidumbres, donde nosotras, religiosas consagradas, somos llamadas a ser faros de esperanza, señalando un futuro de paz, justicia y amor.
La paz, en la visión de Francisco, emerge como el primer y más luminoso signo de esperanza para la humanidad. Ante esta llamada, nos sentimos impulsadas a un profundo examen de conciencia: ¿hasta qué punto nuestras acciones cotidianas, en nuestras comunidades, reflejan la paz que anhelamos? La Vida Religiosa, en su esencia, es una invitación constante a testimoniar esa paz, una paz que, nacida del amor divino, impregna nuestro ser y se irradia en cada gesto.
Vivir nuestra vida centrada en Jesucristo, nuestro único centro, y poner ante Él todos los desafíos e incertidumbres de nuestra realidad, es vivir “confiando y fundamentadas únicamente en Dios”, como decía María Eugenia. Y es solamente ancladas en Jesús como podremos “mirar el mundo como un lugar para dar gloria a Dios” y difundir una paz duradera.
La esperanza es una virtud teologal, un don de Dios. No camina sola: está unida a otras dos virtudes, la fe y la caridad, que también nos son dadas por la gracia de Dios. Al ser la esperanza una gracia divina que nos irrumpe, es necesario mantener una intimidad constante con Dios para mantenerla viva y radiante.
La Vida Religiosa, como parte de una sociedad que vive “sin tiempo”, necesita mantenerse vigilante para no caer en la tentación del activismo. Al involucrarse en muchas actividades —servicio a los necesitados, gestión de obras sociales, evangelización, entre otras— puede caer en la trampa de confiar en sí misma y perder la dimensión trascendente que se cultiva desde la oración personal y comunitaria. Es esa oración la que lleva a Dios todas las preocupaciones y el clamor de un pueblo que sufre por la injusticia. Es en la oración donde renovamos nuestra esperanza en Jesús, que venció la muerte y nos mostró la luz de un nuevo día.
María Eugenia nos enseñó que “la Esperanza une la eternidad con el tiempo”. Podemos creer en ello, pues nuestra esperanza se fundamenta en la Resurrección de Jesús. Es a partir de este acontecimiento nos conectamos con el deseo más profundo de Dios: la vida plena para todos sus hijos. En Él encontramos el sentido de nuestra existencia y recibimos el coraje para afrontar el futuro con fe y valentía. Solo en Jesús tenemos el fundamento de nuestra esperanza de resucitar también a una vida plena.La esperanza nos impulsa hacia el futuro, expandiendo nuestra visión más allá de lo que podemos ver y comprender. Nos conduce a una espera activa, entregando a Dios todo aquello que la razón no alcanza, pero que el corazón siente que le pertenece. María Eugenia nos ayuda a comprender esta confianza en las obras de Dios cuando dice que “esperar es poner la mano en la mano de Dios, el corazón en su corazón y caminar”.
Seguir adelante, creyendo en la vida, es esencial para las hermanas que han entregado su vida por amor a Jesús y al Reino. En la esperanza encontramos la fuerza y la perseverancia para seguir luchando por un mundo mejor, trabajando por el Reino de Dios. Nuestra sociedad anhela los valores del Evangelio, y nosotras, religiosas de la Asunción, tenemos la misión de educar basándonos en esos valores. Que nuestra misión sea un faro de esperanza en nuestras realidades.
Ser “peregrinas de la esperanza” es caminar por la vida con la certeza del amor de Dios, que nunca nos abandona, que nos acompaña en todos los caminos y nos orienta a vivir según Su Amor. Forma parte de nuestra misión contagiar a otros con esta certeza del amor de Dios.
Para concluir, en un mundo azotado por desafíos e incertidumbres, la esperanza se revela como un faro que nos guía a través de las tormentas de la vida. La llamada del Papa Francisco al Año Santo de la Esperanza resuena con la misión de la Vida Religiosa Consagrada, que es ser testigo de la esperanza divina en medio de la oscuridad.
La paz, como primer signo de esperanza, exige de nosotras un compromiso activo, tanto en nuestras relaciones cotidianas como en nuestro servicio al mundo. La oración, como fuente de renovación y fortaleza, nos conecta con la gracia de Dios, alimentando la llama de la esperanza en nuestros corazones.
Al abrazar nuestra vocación, estamos invitadas a ser “llamas vivas de esperanza”, irradiando la luz de Cristo a través de nuestras palabras y acciones. Que podamos, inspiradas por la fe y la caridad, transformar el mundo que nos rodea, construyendo un futuro de paz, justicia y amor.
Hna Andreia Marques Barbosa
Provincia Atlántico Sur
Representante de comunicación en la provincia y representante de la Pastoral en las escuelas de la provincia
Original Brasileño
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