Hablar de educar en la fe y en la sencillez en el México de hoy significa detenernos a mirar la realidad con ojos sinceros y abiertos. A nuestro alrededor, los contrastes saltan a la vista: por un lado, hay avances tecnológicos, posibilidades de comunicación inmediata y una cultura que invita a “tener más” para sentirse valioso; pero, por otro, persiste una profunda desigualdad social, un clima de violencia que hiere a familias enteras, y un sentimiento de desconfianza que invade la vida cotidiana. Muchos jóvenes crecen rodeados de mensajes que les dicen que solo son valiosos si destacan, si sobresalen, si acumulan, si “logran triunfar” de acuerdo a los parámetros de un mundo competitivo y consumista.
En medio de este panorama, la sencillez parece un valor olvidado. La vida sencilla se asocia con carencia o limitación, cuando en realidad es una forma de libertad y autenticidad. Y la fe, que para algunos se ha vuelto un tema relegado al ámbito privado, tiene todavía la fuerza de mostrar que otra forma de vivir es posible. Educar en la fe y en la sencillez significa enseñar a mirar la vida con ojos nuevos: descubrir que lo verdaderamente grande se manifiesta en lo pequeño, que lo más valioso no siempre brilla a primera vista, y que los gestos cotidianos pueden transformar un ambiente entero.
Jesús lo demostró a lo largo de su vida pública. No buscó los escenarios más importantes ni se rodeó de la élite de su tiempo. Su camino fue estar con los marginados, compartir la mesa con los excluidos, tocar al enfermo, escuchar al que nadie escuchaba. Los Evangelios no nos muestran grandes proezas políticas ni hazañas militares, sino gestos sencillos que revelan un amor profundo: partir el pan, lavar los pies de sus discípulos, detenerse ante quien sufría en silencio. Educar en la fe, siguiendo su ejemplo, es aprender a reconocer en cada gesto de sencillez un lugar donde Dios se hace presente.
Y este aprendizaje no se transmite únicamente con palabras. Más bien, se educa en la fe y en la sencillez desde la experiencia, el testimonio y la coherencia de vida. Los jóvenes captan rápidamente la diferencia entre un discurso vacío y un acto auténtico. Por eso, cuando se les da la oportunidad de vivir experiencias de servicio social, su mirada cambia. Ellos descubren que la vida no se reduce a competir o a consumir, sino que se ensancha cuando se comparte.
Recuerdo una experiencia concreta que marcó a un grupo de estudiantes de secundaria en una jornada de servicio. El plan era visitar un comedor comunitario en la periferia de la ciudad. Habían organizado una colecta de víveres, ropa y algunos juguetes. La intención inicial era “ir a ayudar” a quienes tenían menos. Sin embargo, lo que sucedió ese día fue mucho más profundo que un simple acto de dar.
Cuando llegaron al lugar, fueron recibidos por un grupo de mujeres que, con esfuerzo y dedicación, sostienen diariamente el comedor para alimentar a niños, adultos mayores y familias enteras. Los jóvenes comenzaron sirviendo platos de comida, repartiéndolos con entusiasmo y cierta timidez. Poco a poco, el ambiente se fue transformando: entre risas y juegos con los niños, entre conversaciones sencillas con las mamás, entre el agradecimiento de los adultos mayores, los estudiantes empezaron a experimentar una alegría distinta, una satisfacción que no provenía de lo que daban, sino de lo que estaban recibiendo.
Al final de la jornada, al hacer un pequeño círculo de reflexión, uno de los jóvenes compartió con sinceridad: “Pensé que venía a ayudar, pero me voy con el corazón lleno. Hoy entendí que la verdadera riqueza no está en lo que uno tiene, sino en lo que se comparte. Ellos me enseñaron a vivir con sencillez y a valorar más lo que tengo”. Ese comentario resumía perfectamente la experiencia: en la sencillez de un plato de comida compartido, en la cercanía de una sonrisa, en la gratitud expresada sin palabras, estaba presente algo más grande, algo que transformaba desde dentro.
Este tipo de vivencias son las que educan en la fe de manera profunda. Porque la fe no es solo conocimiento de doctrinas o rezos aprendidos de memoria; es un encuentro con el amor de Dios que se hace carne en la vida cotidiana. Y la sencillez es el terreno fértil donde ese amor germina. Cuando un joven descubre que su tiempo, su alegría y sus pequeños gestos pueden dar esperanza a otros, está aprendiendo más de lo que cualquier manual pudiera enseñarle.
Por eso, educar hoy en la fe y en la sencillez es sembrar esperanza. Es formar personas capaces de descubrir a Dios en lo pequeño y de reconocer que la vida vale no por lo que se acumula, sino por lo que se entrega. Es enseñar que la coherencia, la solidaridad y la sencillez no son valores pasados de moda, sino el corazón mismo de una vida cristiana auténtica.
Quizá no podamos cambiar de golpe todas las estructuras de injusticia que golpean a nuestro país. Pero sí podemos —y debemos— comenzar con los pequeños gestos que están a nuestro alcance: tender la mano al vecino que sufre, escuchar al compañero que se siente solo, compartir con el que tiene menos, vivir con gratitud lo cotidiano. Ahí está la fuerza del Evangelio, ahí está la fuerza transformadora de la educación en la fe y en la sencillez.
Por Carlos Enrique Castro Medina
Provincia de Ecuador-México