Desde el primer momento, santa María Eugenia, en su nota íntima número 154/04, reconoce: «Si resisto al Espíritu Santo —y a veces quiero hacerlo— no seré una cristiana tibia, seré una réproba. No sé hasta dónde llegaré. El Espíritu lucha conmigo como un águila; a veces todas las potencias de mi alma se ven sacudidas, mi cuerpo mismo sucumbe; me siento quebrada, aniquilada, palpitante, temblorosa como una hoja».
Nadie puede ni tiene derecho a escapar a la acción del Espíritu Santo. La realidad es que: «Solo esta vida remediará los mil defectos relativos a cada virtud, y que, por carecer de humildad, de silencio, de generosidad, de obediencia, de caridad, de modestia, es el Espíritu de Dios (y no mis resoluciones) quien con frecuencia me impide ser peor y me obliga a ser mejor, sin que yo lo sepa, siempre que solo a Él lo atraiga, a Él me aplique, me una, sin ninguna otra preocupación» (NI 189/01).
La acción del Espíritu Santo es necesaria y merece la pena pedírsela sin cesar al Señor: dejarle que nos guíe, nos oriente, nos enseñe y nos muestre el camino. Así, María Eugenia pide a Dios su Espíritu Santo para tener por fin un corazón amplio, celoso y activo para el bien de los demás. Le pide que le conserve esa voluntad plena y amorosa con la que acepta todo tipo de trabajo y sufrimiento por su servicio, y le suplica que le quite la timidez que le impide creer que también ella es capaz de amarle, de sufrir por Él y de estar unida a Él (NI 199/01).
Los impulsos del Espíritu Santo son tan dulces y dejan tanta libertad a las almas... Para nuestra Madre María Eugenia, son el modelo de la dirección de nuestro Señor entre sus Apóstoles y signo de su autoridad (NI 206/01, Retiro – 5º día).
La luz de Dios viene del Espíritu Santo: ha costado la sangre de Jesucristo y es semilla de la eternidad bienaventurada (NI 222/01, Retiro – 4º día).
El Espíritu de Jesucristo es también el Espíritu de oración de la Iglesia. Es el Espíritu de oración de María Eugenia y también el nuestro, si sabemos unirnos a Él. Espíritu cuyos gemidos son todopoderosos, y en quien debemos buscar todo lo que deseamos obtener para la Iglesia, para la Congregación, para las almas, para nuestros familiares vivos y difuntos, para los pecadores, para nosotros mismos (NI 223/01, Retiro del 2 de noviembre de 1860 – 3º día).
El Espíritu Santo es espíritu de humildad y caridad. Espíritu sobrenatural que nos hace tener los pensamientos de Dios sobre todas las cosas. El Espíritu Santo habita en nosotros. Somos su templo por el bautismo. Es desde el día de nuestro bautismo que el Espíritu ha comenzado a habitar en nosotros. Por la confirmación, quedamos marcados con su sello en el alma, para manifestar que le pertenecemos. (Instrucción de capítulo, fiesta de Pentecostés 1859 sobre el Espíritu Santo)
El principio de obediencia nos revela que, obedeciendo a nuestras superiores, obedecemos al Espíritu Santo que habita en nosotras. Su presencia en nosotras nos saca de nuestros prejuicios, de nuestras antipatías, de todo lo que no esté plenamente conforme a Él. Su presencia operante en nosotras es fuente y garantía de la santidad de todos los hijos de Dios.
Su presencia nos abre al silencio y a la caridad: dos medios importantes para que nuestras relaciones mutuas sean agradables. El Espíritu Santo nos vuelve dulces y pacientes. Nos impulsa a no juzgar, no criticar, no ser curiosas.
Con el Espíritu Santo, guardián de la caridad, cada una de nuestras relaciones mutuas se convierte no solo en virtud, sino también en gozo y dulzura.
El Espíritu de Dios vino para ayudar a Jesucristo a concluir su misión en la tierra; ese mismo Espíritu que transformó a los Apóstoles en hombres nuevos, hoy también nos transforma, nos guía, junto con nuestra inteligencia, nuestro juicio, nuestra vida.
Este Espíritu en nosotras es el mayor, el más elevado, dentro del orden natural. Dejarse conducir por el Espíritu en el siglo XXI es permitir que Él oriente nuestra vida, nuestro discernimiento, nuestras decisiones, nuestros intercambios, nuestras preguntas, de modo que se vuelvan expresión de nuestra fe y que los pensamientos de Dios reemplacen a los nuestros.
El Espíritu Santo es amor: amor del Padre y consolador prometido por Jesucristo.
Los toques del Espíritu Santo requieren recogimiento y espíritu de fe. Nos piden unirnos al Espíritu de Dios para poder conservarlos. En nuestra vida cotidiana no debemos dejarnos arrastrar por la disipación, cuyo origen es la impaciencia, manifestada en el aburrimiento, el mal humor, la contrariedad por cualquier cosa.
La segunda fuente de disipación son las palabras precipitadas. (Capítulo del 14 de septiembre de 1873)
Hay efusiones del Espíritu Santo que iluminan y revelan; otras que despojan y empobrecen; y otras que confirman y fortalecen. Las primeras son necesarias para hacer nacer la fe; las segundas, para enseñar la esperanza; y las terceras, para comunicar el coraje de amar.
Por ejemplo, la vida de san Pedro es muy significativa. Si preguntamos cuándo recibió san Pedro el Espíritu Santo, seguramente diremos que en Pentecostés. Y aunque es cierto, no fue la única vez.
El Espíritu Santo se manifestó en la vida de san Pedro en el momento de su vocación, cuando se sintió impulsado a dejarlo todo —oficio, redes, barca, familia— para seguir a Jesús. Comprende que su vida está llamada a tomar un giro completamente nuevo, consagrada a un proyecto extraordinario. El Espíritu Santo le revela a Pedro quién es Jesús y el nuevo sentido de su propia existencia, provocando en él una inmensa alegría y felicidad. Una nueva aventura comienza.
Si preguntamos cuándo recibió la Madre María Eugenia el Espíritu Santo, sin duda responderemos: en la experiencia vivida en Notre-Dame con las enseñanzas del padre Lacordaire durante las conferencias de Cuaresma. Esta respuesta no es falsa, pero como Pedro, el Espíritu Santo también se manifestó en la vida de nuestra Madre en el momento de su vocación, especialmente durante su Primera Comunión, elemento fundacional de esa vocación cuyo desenlace fue la fundación de nuestro Instituto.
Siguiendo a santa María Eugenia, nuestra Madre, debemos dejarnos conducir cada día por el Espíritu, ese Espíritu que es nuestra vida. Porque mientras confiemos en nosotras mismas, en nuestras propias fuerzas, mientras no seamos radicalmente pobres, no podremos vivir verdaderamente la esperanza.
La esperanza es la virtud de quien se sabe infinitamente débil y frágil, que no se apoya en sí mismo, sino que confía firmemente en Dios, esperando todo de Él y solo de Él con inmensa confianza.
Como peregrinas de la esperanza en este año jubilar, debemos hacer de esta esperanza una experiencia de pobreza radical. Mientras seamos ricas, confiaremos en nuestras riquezas. Debemos aprender la esperanza que consiste en contar solo con Dios y que pasa por empobrecimientos radicales.
Estos empobrecimientos son fuente de gran felicidad, porque son la etapa previa a una extraordinaria experiencia de bondad, fidelidad y fuerza: la fuerza de la caridad, del fuego del amor, del coraje de amar a Dios por encima de todo, de confesarle con audacia ante los hombres y de consagrarle toda nuestra vida al servicio del prójimo mediante el anuncio del Evangelio y el poder de Dios.
Así, fortalecidas por esta experiencia, siguiendo a san Pedro y a santa María Eugenia, nos convertiremos, bajo la acción del Espíritu Santo, en apóstoles incansables, gozosas por las ocasiones que se nos dan de sufrir por el nombre de Jesús, entregadas por completo al servicio de nuestros hermanos y hermanas.
Podemos establecer una relación entre el Espíritu Santo y el fuego que ilumina, que quema y transfigura. San Juan de la Cruz utiliza estas imágenes para ilustrar algunos aspectos de la vida espiritual, haciéndonos comprender que, cualesquiera sean las situaciones en que nos encontremos —felices o dolorosas, luminosas u oscuras—, es siempre el mismo amor el que actúa, la misma luz la que nos ilumina.
Como el fuego al acercarse a la leña despliega sus efectos, el Espíritu Santo al acercarse a nosotras nos ilumina, nos calienta, nos ennegrece, produce humo, mal olor, alquitrán y otras sustancias desagradables. Así experimentamos nuestra miseria, nuestro pecado, nuestra impureza radical, hasta que Él nos purifica, nos ilumina, nos inflama y nos transforma en fuego de amor.
Por tanto, no debemos temer esos momentos de miseria, aniquilación y desesperanza, sino seguir entregándonos a Dios con confianza, seguras de que un día esa miseria se convertirá en ardiente caridad.
Santa Teresa del Niño Jesús escribió a su hermana María del Sagrado Corazón: «Quedémonos bien lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequeñez... Entonces seremos pobres de espíritu, y Jesús vendrá a buscarnos. Por muy lejos que estemos, Él nos transformará por el Espíritu Santo...»
Hna. Solange Immaculée KUETCHE MAGNE
Provincia de Africa Central