El humano es un ser de deseo y, por tanto, de búsqueda incesante. Porque necesita. Desde el grito del que nace porque necesita el aire para respirar, y el llanto porque no tiene otro medio de decir lo elemental: que necesita comer, hasta las últimas búsquedas de aire de los que dejan esta vida y los gestos para hacerse comprender de aquellos que ya no pueden comunicarse de otra manera. Buscamos. Más tarde vienen la búsqueda del equilibrio, los “¿por qués?”, la necesitad de saber, de conocer… Hasta llegar a integrar lo que nos realiza -de una manera única- como adulto, hombre y mujer… E integrar también lo que se nos impone de otra manera.
Pero ¿es esto suficiente?
Cuando Dios nos creó lo hizo a su imagen. “Y creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó…” (Gn.1, 27). Y esta imagen está grabada en nosotros –lo queramos o no- en eso que vamos a llamar nuestro corazón. Y ahí hay que llegar, a esa imagen que, descubierta más o menos definitivamente, hará la felicidad del humano, y que debería ser el deseo y la búsqueda de toda una vida.
Desear, buscar, hacer un camino para llegar, es como la tarea habitual para encontrar esa imagen verdadera de nosotros, en ese centro personal único que es el corazón.
Pero “esta verdad de cada persona… esta oculta debajo de mucha hojarasca…” (Papa Francisco. Encl. Dilexit nos, 6.). Y cada uno de nosotros puede pararse a nombrar cuál es su hojarasca, o la que le acecha, o a la que le arrastra el mundo de hoy. Ese mundo que vive entre guerras y catástrofes naturales, pero para el que no perdemos la esperanza…
Se acerca la fiesta de San Agustín. La mayoría de las religiosas de la Asunción estábamos acostumbradas a hablar de “nuestro Padre” San Agustín. Conocíamos y oíamos leer cada semana la Regla de S. Agustín. Sabíamos de memoria alguna de las frases que marcan su itinerario.
Por otro lado, sabemos que Sta. Mª Eugenia de Jesús adoptó desde el principio como base, ya desde los primeros Estatutos (1854) de la congragación que fundó, la Regla de San Agustín: “Ante todo, amemos a Dios, amemos al prójimo…” (Comienzo del exergo de la Regla).
Por ello, mirar juntos a Agustín y a Mª Eugenia, dos corazones inquietos, dos historias de conversión y entrega, nos puede ayudar en nuestro propio camino hacia Dios “…que nos precedió en el amor” (Cf.1Jn.4,10).
Reflexionar sobre sus caminos, nos puede ayudar también para profundizar en la espiritualidad de la Asunción hoy.
¿Cómo empezó esta aventura para cada uno?
Pues, efectivamente, la inquietud del corazón es el punto de partida común de estos dos itinerarios.
Desde el principio de sus Confesiones, Agustín nos lo declara: “Nos creaste para Ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en Ti” (Confesiones, L I, Cp. I, 1). Sin embargo, confiesa una adolescencia turbulenta y una juventud tumultuosa, desordenada. Estaba como embridado por sus trabas internas, su concupiscencia de la que dice se propuso librarse desde los 19 años “Y ya andaba en los 30 años ahora y no salía del lodazal” (Ibíd. L VI Cp 11). Sin contar con la desviación en su búsqueda de verdad por las falacias maniqueas…
Sin embargo, todo esto estaba marcado, a su manera, por la búsqueda del amor, de la belleza, de la verdad, aunque ¡también de los éxitos humanos! Nos describe sus dudas, sus luchas sus deseos más superficiales y más profundos. Porque en el fondo “Tenía hambre intensa de un alimento interior, que no era otro sino Tú, mi Dios” (Ibíd. L III, Cp.1,1). Dios no cesaba de darle señales de su presencia: la oración de su madre; el camino de sus amistades que le mostraban otro posible, el encuentro con Ambrosio de Milán… Esto ya nos da pistas sobre la importancia de la amistad y el acompañamiento espiritual…
Hoy conocemos bien de qué hogares y situaciones familiares provienen no pocos niños y jóvenes que educamos, y sabemos lo que esto supone.
Mª Eugenia, después de una infancia feliz, tuvo una adolescencia en la que se acumularon: la ruina de su padre; la separación del matrimonio; la muerte de su madre; el ser confiada a familias que la balanceaban de un extremo a otro de la práctica religiosa (Ver Orígenes T I). ¿Qué puede significar todo esto para la construcción de una personalidad?
Vivió entonces una juventud marcada por la búsqueda, la pregunta por el sentido, y-¡por fin!- el encuentro con la Palaba viva en la Cuaresma de 1836. Todo este caminar exterior y sobre todo interior, lo detalla en una carta escrita al Padre Lacordaire, O.P., en 1841 donde describe la situación que precedió a sus pasos definitivos hacia Dios: Su educación “en una familia incrédula”, aunque con la influencia positiva de su madre; su formación religiosa superficial y, más tarde, sus dudas, sus preguntas “que no interesaban a nadie”… Y al mismo tiempo, ese Dios que en los sacramentos, -y sobre todo en la Eucaristía- se le hacía presente de modo singular. Todo ello desde la experiencia de su primera comunión, primera gracia que considera también como el origen de su vuelta a Dios, su conversión.
El proceso de conversión fue pues para ambos un camino de luz y de verdad, y la experiencia de vacio fue como un impulso hacia lo esencial.
Para Agustín: del exterior al interior:” ¡Tarde Te amé, Belleza siempre antigua y siempre nueva! Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera Te andaba buscando.” (Ibíd. L. X cp. 27). Así, por los caminos tortuosos, laboriosos que describe anteriormente, llega de la dispersión al recogimiento. La Sagrada Escritura es su Guía, los Salmos, como el sistema de luces utilizado para proporcionar a los pilotos un indicador durante el aterrizaje. Por fin es el encuentro con Dios en Cristo, verdadero Mediador, y Agustín “funda en Él una sólida esperanza” (Cf. Ibíd. L X Cp. 53).
Añadamos que su conversión no es solitaria. Agustín se siente siempre acompañado de amigos que caminan con él. Detalle importante, pues esto es el germen de la “comunidad” agustiniana que tiene su origen en Dios Trinidad y en la comunidad que Jesús inició como raíz para su Iglesia: “… y vinieron a Él… para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar…” (Mc 2,13-14). Comunión y Misión. ¿No nos recuerda algo del Vaticano II?
Pero además de sus compañeros de camino, hay personas que juegan un papel más o menos discreto, pero no menos significativo. Son esos acompañadores espirituales o amistades a los que hacíamos alusión y que nos ayudan en nuestro caminar. En el caso de Agustín, el encuentro con Ambrosio, obispo de Milán, es la chispa que inicia el fuego de su conversión: “Sin que yo lo supiera Tú me guiabas hacia él para que, por su medio, llegara yo hasta Ti” (L V Cp. 13).
Conocemos también lo que fueron las oraciones y lágrimas de su madre, Mónica que le acompañó hasta su bautismo, y se vuelve al Señor diciendo: “…después de la conversión de Agustín ya no le hace falta seguir viviendo.” (Ibíd. Exr. L IX Cp 10). Las oraciones y la intercesión callada de otras personas es una ayuda potente ante Dios.
Volvamos a Mª Eugenia. Su conversión fue temprana y como definitiva. No hubo dudas ni marcha atrás, aunque sí pruebas y tribulaciones en la realización de la llamada que acogió desde el principio y para responder a aquella vocación que se iba a precisar con el tiempo. “Mi conversión data de Notre Dame”. (Origines T I Cp II pg.48). Precisamente las palabras del P. Lacordaire en sus últimas Conferencias de Cuaresma, fueron determinantes para ella. “…le parecía que cada una de sus palabras estaban dirigidas directamente a ella y respondían a todas sus preguntas… la luz se hizo, tranquila, serena radiante.” (Ibíd. Pg. 48). Su respuesta inmediata fue entregarse a Dios, servirle. Servir a una Iglesia que aún no conocía. Servir la verdad que descubría en Jesús y en su Evangelio, se le imponía como algo que debía absolutamente aceptar con todas sus consecuencias. Mª Eugenia tiene 18 años.
El corazón que busca se convierte en corazón que ama y sirve.
Después viene la realización concreta de esta vocación: El encuentro con el Padre Combalot al año siguiente; su “sí” difícil a una misión que era la fundación de una nueva congregación; las no menos agitadas dificultades de la pequeña primera comunidad con el Fundador; la dolorosa separación… Sin embargo, “Dos años después de la marcha del P. Combalot, la Madre Mª Eugenia escribía al P. d’Alzon, el 2 de febrero 1843: ‘Creo que desde hace algún tiempo, nuestras hermanas vuelven a querer al P. Combalot… Nos gusta más nuestro espíritu y nuestra devoción a Jesucristo que todo lo que vemos en otra parte, y agradecemos al P. Combalot su influencia sobre ello’” (Textes Fondateurs pg. 82).
Hemos nombrado además al Padre d’Alzon; a “las primeras hermanas”. Hemos citado “nuestro espíritu”, la espiritualidad de la Asunción; “nuestra devoción a Jesucristo”,… Aquí volvemos a encontrar resonancias con el itinerario espiritual de Agustín. Además de las dificultades y de la dudas en el camino hacia Dios, encontramos a personas que la apoyan, que la guían y la sostienen, la amistad espiritual (sus primeras hermanas); un acompañador (Emmanuel d’Alzon) que acaba siendo también un acompañado y sobre todo, un amigo, del que sería largo entretenernos aquí.
Tanto en una como en otro apreciamos una espiritualidad encarnada: de la interioridad al compromiso, al servicio
En Agustín, un apasionado: el amor a la verdad, a la comunidad, a la Palabra en la Sagrada Escritura el insondable misterio de la Trinidad… Todo le va a orientar para vivir para Dios y para sus hermanos. Sin descargarse de los compromisos sociales hasta el final de su vida.
Él tampoco rehusó la tarea, aceptando la carga de obispo de Hipona a pasar de su deseo de entregarse a su comunidad, a su investigación,… y viviendo hasta el final la tarea que aceptaba: “Para vosotros soy obispo; con vosotros soy cristiano” (Sermón 340,1). ¿No nos suena algo a sinodalidad: el pastor que camina con sus ovejas…? (Esta frase fue retomada por el papa León XIV en el saludo tras su elección el 8/5/25)).
María Eugenia es también una apasionada de Dios y de Cristo. El amor de Dios es su único apoyo. “Dios solo”, el lema que adopta, no es únicamente el que circulaba en la iglesia francesa del siglo XIX, sino algo que vive con pasión. Su vida tiene como una única orientación la adoración a Dios que es el primero.
La espiritualidad de la Asunción es la de la única mirada. Esta única mirada que define al mismo tiempo como contemplativa y misionera. “Mi mirada… está toda en Jesucristo y en la extensión de su Reino" (Cf. Origines I. 2ª parte Cp. 11 pg. 488).
En Mª Eugenia esto se resume en un servicio para transformar la sociedad por medio del Evangelio vivido en lo concreto. Y para ello se propone como medio la educación.
Encuentra en el misterio de la Encarnación de Jesucristo, la expresión última del amor que nos creó hijos en el Hijo y de donde recibe su capacidad para amar: "El mundo no es lo suficientemente grande para mi amor" (Notas Vol. nº154). Además está persuadida que Jesucristo, en su misterio de la Encarnación… “es el comienzo y el fin de la enseñanza cristiana: ‘hacer conocer a Jesucristo, liberador y rey del mundo’ ” (Textes Fondateurs pg.116). Y explica en esa decisiva carta al P. Lacordaire: “Tengo dificultad para llamar a la tierra un lugar de destierro; la miro como un lugar de gloria para Dios,… y estamos aquí para trabajar a la llegada del reino de nuestro Padre en nosotros y en los demás” (Ibíd. Pg. 117).
Esta mirada abierta sobre el mundo, su convicción de que todos tenemos una misión en él, y podemos ser actores de transformación en la sociedad, la vida comunitaria y la oración, sostienen su energía apostólica, su compromiso.
Pero siempre en y con la Iglesia. Su espiritualidad es rica del espíritu de la Iglesia, a la que ama lealmente, aún reconociendo sus límites, sobre todo en sus miembros…
Todo la implica con el "reino social de Cristo" en la sociedad y en cada persona. Este arraigo en Él la lleva a una auténtica libertad de espíritu. Se entrega generosamente, con lo que califica como "desprendimiento gozoso", vivencia que ha dejado como legado y que expresa de alguna manera el misterio de la Asunción de María.
La espiritualidad de la Asunción bebe de corazones que buscaron profundamente. Estas podrían ser entonces algunas de nuestras tareas para hoy:
Agustín y Mª Eugenia nos invitan a hacer de nuestra vida una peregrinación del corazón hacia Dios. Un camino. Pero no solos. Caminar en Iglesia lo llamamos hoy sinodalidad. Aquí tenemos una llamada que nos compromete necesariamente.
Podemos invitarnos mutuamente a seguir buscando, seguir caminando, seguir confiando: “la esperanza no defrauda” (Rom. 5,5)… como nos recuerda el papa Francisco al comienzo de su Bula de Convocación del Jubileo del año 2025.
Hª Maria Magdalena Castro
Provincia de España