Mujeres que supieron mantenerse firmes y, por ello, dejaron huella en el corazón de la Iglesia y en sus familias: nos referimos a Santa Mónica y Santa María Eugenia. Ellas fueron capaces de escuchar la voz de Dios a través de una profunda conexión con la persona de Jesús. De ahí brotó esa fuente inagotable de “amar y educar sin condiciones”.
Santa Mónica, entre lágrimas, supo acompañar las sombras de su hijo. El amor a Dios le permitió afirmar en Agustín la fe en Jesucristo. Su pasión fue tan grande que no descansó, día y noche, hasta que Dios mismo le concedió la gracia de la conversión de su hijo. Las luchas internas que experimentó en silencio se convirtieron en una fuente de amor que generaba vida en medio del sufrimiento. No solo preparó a su hijo Agustín para la vida terrenal, sino para la vida eterna, la que no tiene fin.
Es necesario reafirmar que solo el amor mueve el corazón humano, incluso en medio de las batallas que deba afrontar. Solo desde una experiencia de fe puede darse una transformación en el entorno y, en consecuencia, en la humanidad. Son las acciones concretas las que hacen de este mundo un lugar de esperanza, amor, paz y bondad. No es una utopía, sino un don que reconocemos como fruto del Espíritu:
“En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley” (Gál. 5, 22-23).
Estos frutos nacen de la relación íntima con el Creador y con su Hijo. No olvidemos que saber esperar es un don que el Padre concede a quienes confían en Él. Por eso, es Dios quien inspira en el ser humano el deseo de vivir en continua renovación.
Mujeres que amaron a Jesucristo y, por ello, trabajaron incansablemente por la vida de la Iglesia, educaron con pasión, ternura y exigencia en el amor. Para María Eugenia, Dios era la razón de todo cuanto realizamos en esta tierra. Por eso insistía: “Debemos actuar como representantes de Jesucristo, hacer y decir lo que Él hubiera dicho”. Este deseo solo puede nacer de un encuentro íntimo y profundo con Jesús, y requiere la humildad de pedir siempre la gracia de orar para cultivar esa relación en las experiencias que nos toca vivir. Vivir a la luz de la fe implica renunciar y confiar en el mensaje que se nos ha anunciado.
Mujeres que se encontraron consigo mismas, amaron su tiempo, confiaron en Dios y se dejaron transformar por su amor, misericordia y bondad a través de la Palabra hecha carne. Decidieron contagiar a otros, contemplar con ternura y mirar con respeto a la humanidad. Es este amor el que sostiene, corrige y enseña desde el corazón, no solo desde la razón.
Madres que arriesgaron sus vidas por vivir en la verdad, la justicia, la rectitud, la sencillez y la alegría. Con el propósito de llevar un mensaje de resurrección a las generaciones de su tiempo, supieron, a pesar del cansancio, escuchar los clamores que pedían auxilio. Crearon vínculos en su entorno, se dejaron seducir por el Evangelio que las impulsó a encarnarse en la historia. Su pasión por el Reino las llevó a armonizar oración y trabajo, y su testimonio fue el de educar con amor para transformar y restaurar las realidades que les tocó vivir. Aceptaron el desafío de actuar con libertad.