Francamente, no sé muy bien por dónde empezar, porque nunca imaginé que acabaría siendo intérprete internacional. Creo que debo mucho a mis padres: en casa solo podíamos hablar en español entre nosotros, salvo cuando había invitados que no lo entendían. En ese caso, usábamos el inglés o el tagalo, este último sobre todo con las sirvientas. Así fue como, desde pequeña, aprendí tres lenguas, no solo en casa sino también en el colegio —la Asunción, por supuesto.
Más tarde, durante el noviciado en Filipinas, aprendí francés y latín, y hasta me lancé con el japonés gracias a las hermanas japonesas de nuestra comunidad. Sin embargo, como mi oferta de ir como misionera a Japón no fue aceptada, esa aventura quedó en suspenso.
En 1971, apenas una semana después de mis votos perpetuos y tras participar en la primera sesión de hermanas jóvenes en Auteuil, fui enviada a África del Oeste. Allí me pidieron enseñar español a las alumnas de nuestro colegio en Nuatja. Luego pasé un año en Olivos y más tarde enseñé en Vallecas.
De vuelta en Filipinas, estuve un año enseñando español y francés tanto a alumnas como a hermanas. Después regresé a París, donde ayudé a Sor Blandine —que en paz descanse— en el secretariado general. Durante los tres años que pasé allí, fui intérprete en la primera sesión internacional de educación. En ese tiempo también me solicitaron las Hermanitas de la Asunción, las Ursulinas, los Padres Asuncionistas e incluso la Federación de Obispos de Asia para colaborar como intérprete en sus reuniones internacionales.
Al regresar a Filipinas, comencé a viajar con frecuencia a Auteuil como intérprete para los capítulos generales y otras sesiones internacionales. Allí volví a la enseñanza del español, hasta que me enviaron a Tailandia. En este país pasé nueve meses aprendiendo la lengua y, finalmente, me quedé 18 años, hasta regresar aquí en diciembre de 2018.
¿Qué efecto tuvo todo esto en mí?
Como decía al inicio, nunca pensé en ser intérprete internacional. Sin embargo, esta experiencia me marcó profundamente:
Este don que Dios me ha concedido eleva mi espíritu, me llena de alegría y me ayuda a vivir lo que Él me pide: ser compasiva, estar atenta a las necesidades de los demás y abrirme siempre a lo nuevo y lo distinto.
Hª Stella María Sanz
Provincia Asia Pacífico