La memoria congregacional tiene días que son por sí mismos sacramentos: signos sensibles de una presencia que nos precede y nos sostiene. El 9 de noviembre, la «primera Eucaristía» celebrada por la joven comunidad fundacional, no es sólo una fecha histórica; es un acontecimiento litúrgico que sigue configurando nuestra identidad asuncionista: la casa donde «el Señor se digna venir a vivir» y la comunidad que aprende a ser «misa continua».
Recordamos que, según las fuentes fundacionales, la primera Misa en la Asunción tuvo lugar el 9 de noviembre de 1839. Fue una capilla modesta, preparada con amor y pobreza, pero consagrada desde entonces como lugar en que la Vida consagrada y la Eucaristía se encuentran íntimamente. Madre María Eugenia, mirando retrospectivamente, supo traducir la ocasión en teología cotidiana: Dios hospedado en la casa, la alegría de «vivir bajo el mismo techo que nuestro Maestro», y la llamada a no habituarnos a esa cercanía sino a custodiarla con respeto y gratitud.
Esta «domesticidad» de la Eucaristía, Dios haciendo morada en lo cotidiano, no quita lo misterioso: lo hace más exigente. ¿Cómo acoger en la vida comunitaria la paradoja de lo trascendente (el Misterio que nos sobrepasa) y lo cotidiano (el Señor que habita nuestros hogares, comunidades y familias)? María Eugenia nos exhorta a que la familiaridad no se convierta en rutina, y a que la comunión transforme nuestras relaciones, familias y grupos en cuerpo sacramental, es decir, en presencia eucarística en el mundo.
En sus instrucciones sobre la Comunión y la Adoración, Madre María Eugenia afirma que la Eucaristía debe «santificarnos»: producir paz, modestia, recogimiento, y ese algo indecible que distingue la vida cristiana. El texto de 1870 insiste en la necesidad de una preparación atenta y de un fervor renovado para que la recepción no quede reducida a costumbre. Esa pedagogía de la comunión como transformación corporal y espiritual sigue siendo un mandato: la Eucaristía no es accesoria, es formativa.
A partir de ahí podemos reflexionar: si la Comunión graba en el cuerpo un «germen de la resurrección» (Jn 6,54), ¿no exige esto una conversión constante en nosotros, nuestra misión y nuestras relaciones fraternas? La Eucaristía nos orienta hacia la plenitud futura.
La Iglesia universal ha vuelto una y otra vez sobre esta misma intuición: la Eucaristía es «fuente y cumbre» de la vida y la misión (cf. Sacramentum caritatis n. 7). Participar de la mesa del Señor configura a la comunidad como cuerpo misionero y caritativo; la Eucaristía hace a la Iglesia y, por analogía, hace de cada comunidad de fe —ya sea religiosa, familiar o parroquial— una «comunidad eucaristica».
Juan Pablo II, en Ecclesia de Eucharistia (nn. 20-25), completa esa reflexión recordando que la Eucaristía hace presente la Pascua y constituye el lazo que une la comunión de los fieles. Releída con ojos asuncionistas, esa enseñanza nos obliga a preguntarnos: ¿En qué medida nuestras celebraciones, nuestra formación y nuestra vida apostólica son sacramentales en sentido eucarístico —es decir, manifestación y comunicación de la vida pascual para el mundo?
La insistencia de María Eugenia sobre la adoración no es solo devocionismo. Al declarar que no debemos acostumbrarnos a la presencia del Señor, nos ofrece una nueva enseñanza: la presencia sacramental exige vigilancia, humildad y reparación. Cuando un grupo de creyentes se reúne para adorar o para la oración eucarística, no celebra un simple recuerdo sino una efusión de gracia comunitaria que sostiene la fe y la misión en tiempos de prueba.
La tradición eclesial, expresada también en documentos como Redemptionis Sacramentum y el Catecismo, recuerda que los signos litúrgicos, los ritos y la reverencia no son «ornamentos» sino lenguaje teológico que configuran la mente y el corazón del pueblo de Dios. Nuestra devoción en la Eucarístía, llena de amor, revela que la verdad del rito depende menos de la ostentación y más de la disposición del corazón.
Conmemorar la primera Eucaristía en Auteuil es, entonces, una praxis teológica: afirmar que la gracia que nos constituyó sigue actuando. No se trata sólo de nostalgia sino de una responsabilidad profética: custodiar el sagrario como signo de hospitalidad divina hacia el mundo. ¿Qué profecía podemos extraer de aquella Misa pobre y alegre para nuestra presencia actual en la Iglesia y en la sociedad?
Permítanme proponer, no como una lista normativa sino como líneas de discernimiento, tres propuestas para practicar la conmemoración eucarística:
Conclusión: memoria que obliga
Conmemorar la primera Eucaristía en Auteuil no es sólo recordar un acontecimiento histórico: es una llamada a dejar que la Eucaristía siga modelando nuestra vida. La capilla donde se celebró la primera Misa nos enseña hoy que la Eucaristía no se reduce a un recuerdo, sino que es memoria viva: la presencia que nos forma, nos envía y nos hace capaces de transformar el mundo desde la gratuidad del Pan entregado.
Que la celebración de este día nos encuentre renovados en la gratitud, constantes en la adoración y valientes en la caridad; y que nuestras casas, comunidades e iglesias sean siempre lugares desde el que recibamos luz para nuestra misión.
Hª Brigitte Coulon, Provincia Ecuador y México
Almudena de la Torre, Equipo de Comunicación
Fuentes
María Eugenia de Jesús. (1870) Instrucciones de Capítulo del 20 de noviembre de 1870: Sobre la Comunión y la Adoración. https://assumpta.org/fr/le-xixe-s/le-xixe-s/sur-la-communion-et-l-adoration-20-novembre-1870