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Trésors d'Archives nº3 - Marie Eugénie, Notre Dame y Lacordaire

T eventMiércoles, 03 Julio 2024

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MARIE EUGENIE, NOTRE DAME Y LACORDAIRE

La Catedral de Notre Dame es sin duda un lugar fundador para la Asunción. En estos días en los que el mundo entero ha vivido con dolor el incendio de este lugar tan transcendental para nuestra fe y para la Congregación, es bueno sondear lo que nuestros Archivos nos ofrecen en torno a la experiencia de María Eugenia en este lugar. Tenemos algunos textos originales, escritos a mano por la misma María Eugenia, que son verdaderos tesoros.

«Hacia finales del verano de 1838 ví por primera vez al P. d’Alzon. Acababa de cumplir 21 años. Durante la Cuaresma de 1836, asistí a las Conferencias del P. Lacordaire. Para tener sitio llegamos con mucho tiempo. Tendría así largas horas de oración en Notre-Dame, y ahí es donde me vinieron mis primeros pensamientos de vocación religiosa.»[1] De este modo evoca las Conferencias de Cuaresma 1836, en Notre Dame, en un cuadernillo de recuerdos del que conservamos el original en los Archivos.

Habla también en una conversación sobre los comienzos de la Congregación el 30 de abril 1881, en la Fiesta de Santa Catalina de Siena, de este tiempo fuerte en Notre Dame: «En 1836, oí hablar de las conferencias del Padre Lacordaire en Notre-Dame. Gracias a una familia cercana  al Capítulo de la Catedral, obtuvimos tres plazas cerca de los primeros bancos, y como había mucha gente, llegamos para la Misa principal de las 10, y ya nos quedamos en la Iglesia hasta la conferencia que empezaba a la una; lo que nos dió un tiempo considerable de oración. Esto fué para mí una gran gracia, nunca he rezado tan bien como en esta Iglesia, y fué ahí, por primera vez, que tuve el pensamiento de mi vocación.»[2]

En una carta al Padre Picard, de 1862[3], cuyo texto se puede encontrar en el volumen 2 de los Textos Fundamentales, María Eugenia se lanza en una historia de la fundación y de nuevo, nos la podemos imaginar bajo los arcos históricos de la catedral, en medio de una gran muchedumbre que recuerda a las generaciones que antes habían rezado en este lugar y que anunciaba las generaciones futuras: « Quiero empezar hoy el informe que me ha pedido sobre los comienzos de nuestro Instituto (…) Los primeros sentimientos sobre mi vocación me vinieron bajo la bóveda de Notre Dame durante las conferencias de 1836. Digo los primeros movimientos, porque entonces era todavía algo vago, indeciso, el deseo de consagrarme a la causa de Dios y de la Iglesia sin saber ni dónde ni cómo. La palabra del P. Lacordaire despertaba mi fe y me llevaba a ponerme completamente del lado de la verdad. Las largas horas de espera, y la misma Iglesia, por la que tantas generaciones cristianas habían pasado, y cuyas profundidades me parecían estar reservadas a los que caminaban siguiendo los pasos de aquellos cuyas vidas están totalmente consagradas a Dios, actuaban profundamente en mí. Dios, creo, había dado un toque a mi alma en la primera comunión pero que no lo había comprendido. En Notre Dame es donde empecé a oír su voz.»

Después de esta «conversión» en Notre Dame, y el recuerdo que evoca la inscripción que se encuentra adosada en la parte baja del púlpito de la Catedral y que ha resistido al incendio, nace un intercambio con el Padre Lacordaire. María Eugenia sigue en su carta al Padre: «Al terminar las conferencias deseaba vivamente ver al P. Lacordaire. Mi espíritu había experimentado dudas, tenía también las dificultades de mi situación. Me aconsejó muchas lecturas serias, indicándome a M. de Maistre, M. de Bonald, Bourdaloue, etc., y sin admitir el pensamiento de vocación del que le había hablado, me dijo cosas magnificas sobre la vida religiosa que nunca he olvidado. Me la presentó como el don de uno mismo que un alma hace a Jesucristo para ayudarle en la obra del rescate de la humanidad, cada uno según su atractivo, unos por el sufrimiento, otros por el apostolado o por las buenas obras. Tomó como ejemplo la Orden para la Redención de los cautivos en la que uno promete a Jesucristo hacerse esclavo por la liberación de los que El ha venido a rescatar, tomando la forma de siervo. Por entonces era el capellán de Mme de Swetchine, y en las dos habitaciones pequeñas que ella le ofrecía en su hotel era donde me recibió.

Mi resolución a partir de esta época fué la de ser realmente seria y verdaderamente cristiana, no por llegar a ser seria y verdaderamente cristiana, a la manera del mundo, sino según el Evangelio. Me pasaba el día leyendo, con frecuencia orando, como podía, porque no tenía quien me guiara y tenia muy poca formación en todo lo referente al servicio de Dios.»

En la conversación de 1881 ya citada, María Eugenia vuelve sobre el relato de su primer encuentro con el Padre Lacordaire: «Me las arreglaba para poder ver al P. Lacordaire, al terminar sus conferencias, sin que nadie lo supiese; me puso en la situación más violenta en la que se pueda poner a alguien. Tenía fijada mi cita con él en casa de doña Swetchine. Ma acompañó una sirvienta ya mayor. Nos condujo al apartamento que ocupaba el padre Lacordaire, y nos hizo esperar en una habitación precedente. La Biblioteca me causó un cierto asombro: estaban todos los libros ramánticos y modernos, Benjamin Constant y otros. Llega el padre Lacordaire, o mejor, el abbé Lacordaire, porque todavía no era religioso, pero ya manifestaba una gran reserva, modetia, apenas levantaba los ojos. Después de haberme llevado a una habitación contigua donde él trabajaba y al fondo se perecibía una alcoba, empezó a echar los cerrojos. Por la educación recibida yo era una persona muy temerosa al encontrarse sola con hombres. Cuando le vi cerrar el pestillo, mi primer movimiento fué el de calcular en mi interior la distacia entre la ventana y el jardín, y me puse a llorar. El, que no comprendía para nada mi desespero, paraceió bastante asombrado y me dijo: «Señorita, no tema.»

Me rehice y nunca he olvidado la comparación que en ese momento hizo para darme a entender lo que es la vida religiosa. «Por ejemplo, en la antiguas Ordenes que se fundaron en la Iglesia, estaba la Orden de la Misericordia: eran personas que, sabiendo que otras eran esclavas, se ofrecían a sacrificar todo, incluso su libertad, para rsecatar a los cautivos y darles a conocer a Jesucristo. Esto es la vida religiosa: el don de uno mismo para salvar a las almas.»

Tras unos instantes de conversación, me dió una lista de libros para leer, y ya no le volví a ver- He leído muchos de estos libros, algunos estaban estaban muy bien escogidos: les Mélanges de de Bonald, las obras de Maistre, Los Misterios de Bourdaloue. »

Si, tras este encuentro, la joven Anne Eugénie no volvió a ver al Padre Lacordaire para una dirección espiritual. La marcha del Padre Combalot llevó a la nueva fundadora a volver a tomar contacto con el Padre Lacordaire en 1841. La confianza que mostraba era grande: «No sabría, Padre, encontrar una excusa para cansarle desde tan lejos. Permítame no buscar ninguna razón y decirle con toda sencillez que a veces me parece que, habiéndome hecho tanto bien otras veces, puede ser usted el que Dios me envía para acabar mi salvación y hacerme conforme a J.C., liberándome de mis turbaciones de las que pienso que solamente usted puede sacarme de ellas»[4]

En esta ocasión, vuelve sobre la experiencia de su Primera comunión: «Pero Dios, en su bondad, ma había mantenido un vínculo de amor; podía dudar mucho de la inmortalidad de nuestra alma, pero rechazaba involuntaeiamente todo lo que atacara al al Sacramento de nuestros altares Un nuevo cambio me llevó junto a personas muy piadosas, y este fué, quizá, mi mayor peligro. Estas personas me abrurrían, me parecían estrechas, y a pesar de que con ellas volví a mis confesiones anuales de Pascua, nunca sentí quizá tan intensamente el espíritu del mundo, y nunca estuve tan cerca de despreciar a Dios. Fué entonces, Padre, cuando la misericordia que me perseguía me condujo bajo su púlpito. Puesto que tenía que seguir unas Conferencias Cuaresmales, escogí las suyas. La gracia me esperaba allí. Sus palabras respondía a todas mis ideas, aclaraba mis instintos, completaba mi comprensión acerca de las cosas, reanimaba en mí la fuerza del deber, el deseo del bien que ya casi se marchitaba en mi alma, me daba una generosidad nueva, una fe qye ya nada pudo hacer vacilar. No le pediré, Padre, que aprecie mi agradecimiento, estos beneficios solo se  agradecen en el Cielo, pero puedo decirle que, desde entonces, no ha habido en mi sacrificio ni en mi oración en los que su recuerdo no haya tenido el primer lugar. Era el último año de sus Conferencias. Antes de su marcha para Italia, me atreví que me concediera unos instantes, y, a pesar de que por entonces no hice más que hablarle de mis dudas, de las dificultades de mi situación y de mis pensamientos de vocación religiosa, que no hicieron más que suscitar su sonrisa, sin embargo estaba realmente convertida y había concebido el deseo de entregar todas mis fuerzas, o más bien toda mi debilidad, a esta Iglesia que, desde entonces, a mi ojos, era la única que aquí en la tierra tenía el secreto y el poder del bien.» Luego le confía al P. Lacordaire su dolorosa experiencia de Iglesia.

En otra carta, María Eugenia parece intuir una relación epistolar prolongada, relación que le permitiría encontrar junto al Padre el consejo necesario: «Padre, he tardado mucho en agradecerle los consejos que me daba en su respuesta, pero lo he hecho con el fin de ceñirme exactamente a los límites del permiso que ha tenido a bien concederme cuando tuviera necesidad de un consejo positivo. Al desear hoy pedirle algunos, con toda la sencillez de una total confianza con la que estoy ante Dios, me dispongo a dirigirme a Usted. Le pediría, Padre el permiso para contestar primero a su carta, y para decirle los deseos que tengo de esa comunicación que tan amablemente me concede.»[5]

Los deseos que expresa para vivir serenamente esta relación son interesantes: la total libertad del P. Lacordaire para responder o no a sus peticiones; la libertad además de no responder a las preguntas de María Eugenia si eran demasiado indiscretas; la posibilidad de hacer todas las preguntas  que él juzgara útiles para comprender mejor; la libertad para María Eugenia de expresar, en caso necesario, su dificultad para responder; la misericordia por el exceso de ignorancia que demostraba a veces …

Como respuesta a esta confianza, el Padre Lacordaire muestra siempre un gran apoyo a María Eugenia, como testimonian ciertas carta originales que se pueden consultar en los Archivos. 

Algunos ejemplos elocuentes:

  • «La confianza y la perseverancia son las virtudes que más necesita y pido a Dios que se las conceda.» (sobre las Constituciones).[6]
  • «Escríbame cuando quiera; le repito que nunca me cansará, y le responderé siempre lo mejor que pueda. Yo seré tan sencillo con usted como usted lo es conmigo.»[7]
  • Vuestra última carta me ha consolado al decirme que está tranquila con relación a la autoridad diocesana, a la que finalmente le ha inspirado confianza y que no buscará más el modificar vuestras reglas en sentido contrario a la vocación que Dios le ha inspirado. Es un punto importante ya ganado, el resto llegará en su momento. No debemos nunca tener prisas con Dios, teniendo la seguridad, según la Santa Escritura, que sus caminos no son nuestros caminos y que hay que hacer todo con energía y dulzura.»[8]

La experiencia de María Eugenia en Notre Dame y la bonita relación con Lacordaire hacen que esta catedral sea un lugar único para la Asunción. Entre los «tesoros» de los Archivos, se pueden ver textos escritos de la mano de María Eugenia, como también los originales de unas doce cartas al P. Lacordaire, entre 1841 et 1850… ¡Atención a los que deseen estudiar esta correspondencia!

 

Sœur Véronique Thiébaut, Archivista de la Congregación

 

 

 

 

 

 

 

[1] Archivos de las Religiosas de la Asunción, n°1505

[2] Cf. Textes Fundacionales, Volumen 2

[3] Maria Eugenia, Carta al P. Picard, n°1509, 8 noviembre 1862, en Textos Fundacionales, Volumen 2

[4] María Eugenia, Carta al P. Lacordaire n°1501, 13 diciembre 1841

[5] María Eugenia, Carta al P. Lacordaire n°1502, 4 febrero 1842

[6] Carta del Padre Lacordaire a María Eugenia, 19 noviembre 1841, original conservado en los Archivos

[7] Carta del Padre Lacordaire a María Eugenia, 10 marzo 1842, original conservado en los Archivos

[8] Carta del Padre Lacordaire a María Eugenia, 5 octubre 1842, original conservado en los Archivos