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"Veo la tierra como un lugar de gloria para Dios"

" eventDomingo, 17 Noviembre 2024

En una época en la que muchas corrientes de su tiempo predicaban que la tierra era un lugar de exilio, de dolor y de tristeza que hay que odiar y del que hay que librarse, Santa María Eugenia de Jesús miraba esta tierra con esperanza, viendo el mundo como un lugar de revelación y de gloria para Dios: "A mí, me cuesta oír llamar a la tierra un lugar de exilio; la veo como un lugar de gloria para Dios". [Esta forma de ver el mundo nos lleva a una contemplación orante de la tierra, a un amor por nuestro tiempo y a una acción para que la gloria de Dios se manifieste y se exalte. ¿Cómo es posible que las palabras de Santa María Eugenia en su tiempo puedan seguir hablándonos hoy?

Mientras leía los dos primeros capítulos del libro del Génesis, por unos instantes me transporté a ese lugar llamado Jardín del Edén; contemplé el universo en todo su esplendor, viendo en él sólo lo que dice de la belleza, la fuerza, la grandeza y finalmente la gloria de Aquel que lo creó. Por lo que vi, la maravilla de las maravillas era el hombre en armonía con el resto de la creación, en amistad y colaboración con Dios. En una palabra, vi una vida bendita llena de alegría: la alegría de Dios, del hombre y de toda la creación. La tierra es el lugar donde se habla, se expresa, se contempla la gloria de Dios, porque detrás de lo que se ve es a Aquel que es el Autor. Al mismo tiempo, la gloria de Dios no es una belleza física, un poder deslumbrante o una manifestación extraordinaria, sino que es la belleza de su Espíritu lo que nos dice, la belleza que emana de Él mismo, de todo lo que es, de su Ser: "¡Santo! ¡Santo! ¡Santo, el Señor de los ejércitos! Toda la tierra está llena de su gloria" (Is 6,3).

Las maravillas que llenan la tierra hablan de la gloria de Dios, pero también dan gloria a Dios cuando cada una responde a su vocación, a aquello para lo que fue hecho, y mantiene así el equilibrio original que Dios estableció. Esto es cierto para toda criatura, pero especialmente para el hombre, porque "cada uno de nosotros tiene una misión en esta tierra”. Santa María Eugenia estaba segura de ello. Es continuar la obra que Dios ha comenzado, sin apropiarnos de nada, sino devolviendo todo a Él. Incluso ante las grandes cosas que puede lograr, el hombre siempre permanecerá humilde ante Dios, que es el origen de todo. Para San Pablo, "ni el que planta significa nada; ni el que riega tampoco: cuenta el que hace crecer, o sea, Dios" (1 Cor 3,6-7), a quien todo pertenece ya que somos colaboradores. Toda nuestra vida puede convertirse en gloria para Dios, porque glorificar a Dios es también manifestar su gloria en nuestra vida, reflejar en ella sus propios atributos de amor, bondad, santidad de un Dios libre y amoroso... su propia imagen que ha puesto en nosotros.

La misión de colaborar con Dios es la que el hombre ha recibido desde el día en que Dios le dio el poder de someter al resto de la creación. Después de crear, Dios dio al hombre plena libertad en esta responsabilidad. La maldad de la serpiente llevó al hombre a la búsqueda de la gloria propia, a la desobediencia a Dios, al pecado, en cambio le privó de la gloria de Dios. Antes el hombre se maravillaba de la llegada de Dios, pero ahora se avergüenza y se esconde. Antes, al ver a la mujer, el hombre gritaba: "¡Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!", pero ahora se convierte en "esta mujer que has puesto a mi lado", como si Dios hubiera hecho mal al crear a la mujer, la causa de su desgracia. La serpiente y sus descendientes se convierten en el enemigo del hombre para toda la eternidad. Así, el hombre y su descendencia son apartados de la visión beatífica de Dios, de la vida dichosa con Él, "todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios" (Rom 3,23). A causa del pecado, contemplamos esta gloria de Dios en parte y la saboreamos de lejos, con la esperanza de participar en ella un día, cuando estemos con Dios.

A pesar del mal que se hace, del sufrimiento que se padece, de las luchas para vencer el mal, la tierra es un lugar para la gloria de Dios. La gloria que podemos contemplar y trabajar en todo. La sumisión a Dios es la que nos hace partícipes de su gloria; una dependencia que no es esclavitud, sino una relación de comunión, de amor y de amistad que nos da la posibilidad de alcanzar el ser para el que hemos sido creados, nuestra realización total a la estatura de Cristo, de la que habla San Pablo: decir un día, como Cristo: "Padre, yo he manifestado tu gloria en la tierra, glorifícame a tu lado dándome la gloria que tenía junto a Ti".

Hermana Marie Rose

[1] Carta al Padre Lacordaire (fecha no especificada, entre 1841 y 1844) En Textes Fondateurs p. 117